martes, 31 de mayo de 2011

"El Flamenco va contigo y nunca muere"

Flamenco, la palabra elegida por nuestro amable poeta para este dia E, que se celebrará el próximo dia 18.
Flamenco es magia, una magia que nos atrapa de tal manera que no hay como olvidárselo, no hay como no sentírselo por cada acorde de guitarra o taconeo.
Tantos palos, tantos sentimientos.... El sentir Flamenco es único...
Es decir, recordando las palabras de Alejandro "Representa la forma de vivir, de pensar, de hacer las cosas"

                                                                            http://www.eldiae.es/


Dale al aire
Alejandro Sanz y Antonio Carmona

Seguro que volveremos a ver
lo que los corazones grandes
Hacen al mundo, ay! tan pequeño.

Seguro que volveremos a ver
lo que los corazones grandes
Hacen al mundo, ay! tan pequeño.

Sé que te pertenece
Y que conmigo solamente se entretiene
Pero a mí
Se me entrega a veces
Y tú vivendo con ella jamás la tienes...

Siento que la vida,
Me la ha regalado el cielo,
Son las huellas de tu amor que llevo dentro.


Fuiste tú el que me enseñaste
Me busco en tu mirada, allí me encuentro
Me busco en tu mirada, allí me encuentro
Cuando suena tu guitarra es un lamento...

Seguro que volveremos a ver
 lo que los corazones grandes
Hacen al mundo, ay! tan pequeño

Sé del arte que tienes
Y el sonido de tus notas me mantiene
Veo en ti un manantial viviente
Que el flamenco va contigo
Y nunca muere...

Te juro que no te olvido
Que en mi memoria vive gigante
Soñasteis en la vida
Las cosas grandes...
Aire... dale al aire...
Aire...
Y tú vivendo con ella jamás la tienes...

Seguro que volveremos a ver
lo que los corazones grandes

Hacen al mundo, ay! tan pequeño
Seguro que volveremos a ver lo
Que los corazones grandes
Hacen al mundo, ay! tan pequeño.

Sé que te pertenece
Y que conmigo solamente se entretiene
Pero a mí se me entrega a veces
Y tú vivendo con ella jamás la tienes...

Sé del arte que tienes
Y el sonido de tus notas me mantiene
Veo en ti un manantial viviente
Que el flamenco va contigo
Y nunca muere...

Sé que te pertenece
Y que conmigo solamente se entretiene
Pero a mí se me entrega a veces
Y tú vivendo con ella jamás la tienes...


Fuente: Cancionero 40 vueltas al Sol.Alejandro Sanz.2009

lunes, 30 de mayo de 2011

Luna de Mayo - Alejandro Sanz

Celebrando El mes de Mayo, disfrutemos de Luna de Mayo, una bella letra de Alejandro Sanz, para la cantaora Maria Vargas. O mejor dicho, más una bella poesia de nuestro amable poeta, que nunca se olvida de sus raíces, y de toda esta magia, este sentir Flamenco...

Echáte sobre la imagen (es un gif)

Que tantas veces viste
Al peregrino
Andar pasito a paso.

Luna de mayo,
Que das reflejo al río, guíame siempre
Camino del Rocío.

Luna de mayo,
Cruzando el Quema
Me acuerdo de la luna,
Mira qué pena,
Porque ella no me alumbra.



Cruzando el Quema, yo que siempre creía
Que luna llena
No se perdía el Rocío,
Mira qué pena.


Sigo adelante
Con mi alegre destino
De no ser luna,
Que se pierde el Rocío.

Cuando es de día,
Sigo adelante,
Y por la noche, llena
De estrellas blancas,
La luna entristecida
Llora en el Quema.
Fuente: Cancionero 40 vueltas al Sol . Alejandro Sanz.2009

miércoles, 25 de mayo de 2011

Desde Mis Centros - Alejandro Sanz

Una bella sorpresa escondida en los minutos finales del disco 

El alma al aire (2000)... disfrutemos de más esta Poesia...



Un suspiro es un prisionero
que escapa de la cárcel del alma.
Un suspiro es el aire que roza la palabra.
Un suspiro es el resumen, la posdata.
Un suspiro es la poesía ahogada...


Créditos de las fotos de El alma al aire : @Karito_CCJ Presidenta de @Chile_Paradise. Muchas Gracias, amiga. #FamiliaSanzera
Fuente: Cancionero 40 vueltas al Sol.Alejandro Sanz.2009

domingo, 22 de mayo de 2011

El rayo de Luna (Leyenda Soriana) Bécquer

     Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.      
    Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato.
                                          I
Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última carta de un trovador.
Los que quisieran encontrarlo no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su maza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña; sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra por que su sombra no lo siguiese a todas partes.
Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos!
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio, intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras inteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?
                                    II
Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; y las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica, próxima a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.














La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique-; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
                                  III
Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de piedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! ¡Ah!... Por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos -y corría, y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía-. Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez-; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento, que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda: va por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero es una lengua extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla: ya notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían, ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial, que aspiraba a intervalos, era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él complaciéndose en huirlo por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí, parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó, trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubren la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero, que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarlo para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacía el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó, jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

                                      IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacía el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de corcel que piafando hacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra; oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave, que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica-; aquí vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... En este barrio hay una casa donde, pasada la medianoche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién, sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a esas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica; de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con los ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero, ¿y su hija? -interrumpió el joven, impaciente-. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues, ¿quién duerme allí, en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

                                              V
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué? Eso es lo que no podré decir...; pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo.
Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo?... ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero aun sin saberlo, la encontraré...; la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata, una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa...; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color...; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., no hay duda: azules deben de ser, azules son seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...; no me engaño, no, eran negros.
¡Y qué bien hacen unos ojos azules muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta...; porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!
¡Su voz!... Su voz la he oído...; su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas en el silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don Antonio de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
                                  VI
La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las ramas.
...
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla-. ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos-. Os vestís de hierro de pies a cabeza; mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra. En la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial-. No quiero nada...; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.
Fuente: BLASCO, Diego. SORIANO, Nuria. "El beso (leyenda de Toledo). In: Leyendas Gustavo Adolfo Bécquer, Madrid: Espasa, 2002

lunes, 16 de mayo de 2011

Que descanses bonito

Seguimos agradeciendo a Dios por este regalo, por esta bendición. La bendición de ser sanzera. Con mucho orgullo, con mucho amor, con muchas ilusiones.
Su bella poesia nos llena de esos sentimientos, además de una grandiosa solidaridad.
Alejandro Sanz es uno de los seres más amables e iluminados que hay en este mundo, eso es una verdad.
Poeta del Sol, Poeta de La Luna. Como no emocionarse por cada letra, por cada palabra que respira poesia.
Seguimos desde lejos y desde cerca, ya que su poesia rompe cualquer distancia, apoyóandole y enviándole todo amor que hay en el Universo, o sea, un amor infinito.
Que descanses bonito, que acá quedaremos esperando pacientemente, su regreso, amable poeta.  

domingo, 15 de mayo de 2011

Carta I (Una reflexión)

 Y pa'ustedes, ¿ qué es Poesia? La pregunta que no se calla... pa' nosotras Poesia es cuando cogemos del dia a dia de la vida el bello, la magia, el misterio que es el vivir... y eso es lo que hacen los grandes poetas, como Becquer y nuestro amable Alejandro Sanz.
Por eso "Podrá no haber poetas pero siempre habrá poesia" porque ella, o sea, la materialización de un pensamiento, de un sentir del poeta, se queda grabada en el mundo por siempre...

CARTAS LITERARIAS A UNA MUJER

CARTA I
 
En una ocasión me preguntaste: -¿Qué es la poesía?
¿Te acuerdas? No sé a qué propósito había yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.
-¿Qué es la poesía? -me dijiste.
Yo, que no soy muy fuerte en esto de las definiciones te respondí titubeando:
-La poesía es..., es...
Sin concluir la frase, buscaba inútilmente en mi memoria un término de comparación, que no acertaba a encontrar.
Tú habías adelantado un poco la cabeza para escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos que tan bien sabes dejar a su antojo sombrear tu frente, con un abandono tan artístico, pendían de tu sien y bajaban rozando tu mejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas húmedas y azules como el cielo de la noche brillaba un punto de luz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.
Mis ojos, que, a efecto sin duda de la turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se volvieron entonces instintivamente hacia los tuyos, y exclamé, al fin:
-¡La poesía..., la poesía eres tú!
¿Te acuerdas? Yo aún tengo presente el gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me dijiste:
-¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una vana curiosidad de mujer? Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir con lo que tú sientes; penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde a veces se refugia tu alma y cuyo umbral no puede traspasar la mía.
Cuando llegaba a este punto se interrumpió nuestro diálogo. Ya sabes por qué. Algunos días han transcurrido. Ni tú ni yo lo hemos vuelto a renovar, y, sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar en él. Tú creíste, sin duda, que la frase con que contesté a tu extraña interrogación equivalía a una evasiva galante.
¿Por qué no hablar con franqueza? En aquel momento di aquella definición porque la sentí, sin saber siquiera si decía un disparate. Después lo he pensado mejor, y no dudo al repetirlo; la poesía eres tú. ¿Te sonríes? Tanto peor para los dos. Tu incredulidad nos va a costar: a ti, el trabajo de leer un libro, y a mí, el de componerlo.
¡Un libro! -exclamas, palideciendo y dejando escapar de tus manos esta carta-. No te asustes. Tú lo sabes bien: un libro mío no puede ser muy largo. Erudito, sospecho que tampoco. Insulso, tal vez; mas para ti, escribiéndolo yo, presumo que no lo será, y para ti lo escribo.
Sobre la poesía no ha dicha nada casi ningún poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.
El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han hecho su análisis.
La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?
No obstante, sobre la poesía se han dado reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las universidades, se discute en los círculos literarios y se explica en los ateneos.
No te extrañes. Un sabio alemán ha tenido la humorada de reducir a notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el misterioso lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía ignoro qué es lo que voy a hacer; así es que no puedo anunciártelo anticipadamente.
Sólo te diré, para tranquilizarte, que no te inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni te citaré autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los dos entendemos.
Antes de ahora te lo he dicho. Yo nada sé, nada he estudiado; he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acertaré a decir si bien o mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.
Herejías históricas, filosóficas y literarias, presiento que voy a decirte muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar a nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se me declare de texto.
Quiero hablarte un poco de literatura, siquiera no sea más que por satisfacer un capricho tuyo, quiero decirte lo que sé de una manera intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de saber que, si nos equivocamos, nos equivocamos los dos; lo cual, dicho sea de paso, para nosotros equivale a acertar.
La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer.
La poesía eres tú, porque esa vaga aspiración a lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la inteligencia en el hombre, en ti pudiera decirse que es un instinto.
La poesía eres tú, porque el sentimiento, que en nosotros es un fenómeno accidental y pasa como una ráfaga de aire, se halla tan íntimamente unido a tu organización especial que constituye una parte de ti misma.
Ultimamente la poesía eres tú, porque tú eres el foco de donde parten sus rayos.
El genio verdadero tiene algunos atributos extraordinarios, que Balzac llama femeninos, y que, efectivamente, lo son. En la escala de la inteligencia del poeta hay notas que pertenecen a la de la mujer, y éstas son las que expresan la ternura, la pasión y el sentimiento. Yo no sé por qué los poetas y las mujeres no se entienden mejor entre sí. Su manera de sentir tiene tantos puntos de contacto... Quizá por eso... Pero dejemos digresiones y volvamos al asunto.
Decíamos ¡Ah, sí, hablábamos de la poesía!
La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe. En la mujer, sin embargo, la poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y Destino son poesía: vive, respira, se mueve en una indefinible atmósfera de idealismo que se desprende de ella, como un fluido luminoso y magnético; es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.
Sin embargo, a la mujer se la acusa vulgarmente de prosaísmo. No es extraño; en la mujer es poesía casi todo lo que piensa, pero muy poco de lo que habla. La razón, yo la adivino, y tú la sabes. Quizá cuanto te he dicho lo habrás encontrado confuso y vago. Tampoco debe maravillarte. La poesía es al saber de la Humanidad lo que el amor a las otras pasiones. El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más inexplicable; todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y absurdo.
La ambición, la envidia, la avaricia, todas las demás pasiones, tienen su explicación y aun su objeto, menos la que fecundiza el sentimiento y lo alimenta.
Yo, sin embargo, la comprendo; la comprendo por medio de una revelación intensa, confusa e inexplicable.
Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo exterior que te rodea, vuélvelos a tu alma, presta atención a los confusos rumores que se elevan de ella, y acaso la comprenderás como yo.
Fuente: http://www.xtec.es/~jcosta/cartali.htm

domingo, 1 de mayo de 2011

Leyendas: El beso (Leyenda de Toledo)

         A principios del siglo XIX el ejército de Napoleón conquistó España. Un oficial francés llegó con su regimiento a Toledo y allí se dispuso a pasar la noche. Sin embargo, no pudo dormir...Enamorarse de una bella mujer no es ningún pecaso, pero todo tiene límite. Y así, tenemos una historia con un final sorprendente.


    [...] Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
     Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
     Y a próposito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
     Ha habido de todo, contestó el interpelado, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
     !Una mujer!, repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
     Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo, añadió otro de los del grupo.
     !Oh, no!, dijo entonces el capitán, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
     !Contadla! !contadla!, exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.
     dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
     Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
     Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a afrecerse ante mis ojos  una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.
     Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:     no podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penunbra de la capilla, como esas virgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
     Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas lineas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoría esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. !Castañas y celestes imágenes , quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!. Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
     Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
     Pero ..., exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato ¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿no le dijiste nada? ¿no te explicó su presencia en aquel sitio?
     No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de constestarme, ni verme, ni oirme.
     ¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda?, exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
     Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era ... de mármol.
     Al oir el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que  era el única que permanecía callado y en una grave actitud:
     !Acabáramos de una vez! loque es de ese género, tengo yo más de un millas, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
     !Oh no!, continuó el capitán, sin alterarse en lo más minimo por las carcajadas de sus compañeros: estoy seguro de que no pueden ser como la mia. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicanter, sumergida en un extasis de mistico amor.
     De tal modo te explicas, que acabarás por  probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
     Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, más desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
     Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mi sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero ... ¿qué diantre te pasa?... diriase que esquivas la presentación, !ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
   Celoso, se apresuró a decir el capitán, celoso de los hombres, no ... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero ..., su marido sin duda ... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad ... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
     Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
     Nada, nada, es preciso que la veamos, decían los unos.
     Si si, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión, añadian los otros.
    ¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesias en que os alojáis? exclamaron los demás.
   Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis, respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por quel relámpago de celos. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis es algo pariente.
  !Bravo, bravo!, exclamron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
     !Se beberá vino del país!
     !Y cantaremos una canción de ronsard!
   Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión. Con que ... hasta la noche.
[...]

Fuente: BLASCO, Diego. SORIANO, Nuria. "El beso (leyenda de Toledo) p.15. In: Leyendas Gustavo Adolfo Bécquer, Madrid: Espasa, 2002.