Bécquer


      Con el intuito de enseñarles la producción no solo ficcional, sino crítica, de este gran poeta y ensaísta Gustavo Adolfo Bécquer, uno de los poetas favoritos de Alejandro Sanz, sigue 2 artículos: el primero,  a respecto de la propia crítica, y otro sobre El Carnaval.                                                
                                                  
                                                   Crítica Literaria

Hace bastantes años que tuvo lugar el suceso que vamos a referir; pero el arte agradecido señaló aquel día con una piedra blanca, y la crítica recordará eternamente en él uno de sus más gloriosos triunfos.
La emigración del mundo elegante de París había dejado lugar a la bulliciosa oleada de viajeros que durante el verano se extiende sobre esta metrópoli del gusto, las costumbres y la literatura de nuestro siglo, y bulle y se agita en todas direcciones inundando sus boulevares, sus fondas, sus monumentos y sus teatros.
En esta época la capital de Francia sufre una completa revolución. La atmósfera de vida, de inteligencia y entusiasmo que la envuelve durante el invierno, se hiela y paraliza con la llegada de los curiosos, como una conversación importante que se interrumpe en la presencia de un extraño. Los círculos aristocráticos se disuelven; el movimiento artístico se interrumpe; la política cae en la postración y, falta de las notabilidades en todo género que constituyen su existencia, la gran ciudad parece el gigante palacio de un rey que el locuaz cicerone enseña a los viajeros en la ausencia de sus señores.
Esta era la fisonomía de París cuando comenzó a desarrollarse la acción de la presente historia.
Una noche corta y sin un soplo de brisa acababa de suceder al prolongado crepúsculo de un día sofocante y eterno, cuando un crítico, famoso hoy en toda Europa, y ya entonces ventajosamente conocido en el mundo literario merced a sus brillantes y juiciosos artículos sobre esta delicada materia, después de recorrer algunas calles sin dirección fija, penetró en uno de los teatros a cuyo pórtico le había traído insensiblemente la antigua costumbre. Los artistas que en la última temporada cómica habían actuado en aquel coliseo se hallaban fuera de París, y una compañía de segundo orden, formada expresamente para dar algunas representaciones durante el verano, recorría las obras del antiguo repertorio o estrenaba alguna que otra producción de un poeta novel, al que sólo aprovechando esta coyuntura le era posible arribar a la escena.
La función, como suele decirse, se ejecutaba en familia: unos cuantos extranjeros diseminados acá y allá entre las numerosas filas de butacas; hasta unas tres docenas de honrados menestrales distribuidos en grupos en las desiertas galerías, y varias personas de la casa, colocadas como medida de ornamentación y visualidad en algunos palcos, componían el público.
El nuevo espectador, después de pasear una mirada distraída de la escena a las localidades y de las localidades a la escena, acomodóse en un asiento retirado, y volviendo a atar el hilo de sus interrumpidas meditaciones, permaneció algunos instantes distraído y sin atender a lo que se representaba.
El eco de una voz cuyo timbre particular le pareció reconocer vagamente, vino a arrancarle de sus pensamientos. Un nuevo personaje del drama acababa de entrar en la escena: interpretábalo una joven desconocida para él; pero en la pureza de aquellos sonidos que recorrían sin esfuerzo la infinita escala de la pasión y el sentimiento; en el eco, metálico y vibrante unas veces, velado y sordo otras, de aquel órgano poderoso y flexible, había una fascinación, un encanto tan inexplicable que no pudo por menos de incorporarse en su asiento merced a un impulso maquinal, fijar los ojos en la escena y prestar oído. Su interés fue haciéndose gradualmente mayor a medida que la fábula dramática se desarrollaba. Efectivamente, en la movible fisonomía de aquella mujer, en la intensidad de su mirada, en el armonioso y extraño eco de su voz, en sus movimientos, en su paso, en su aire, en toda ella descubría el análisis del observador algo que la elevaba por cima de la esfera en que se revuelven y agitan, confundiéndose entre sí, las inquietas olas del inmenso océano de las vulgaridades. Hasta su manera de decir, ya cortada, brusca e incisiva, ya noble, sentida y fácil, su acción sin mesura matemática, su estilo sin énfasis, conocíase que era inspirado, propio, exclusivo de su talento; forma natural con que se revestían sus ideas para revelarse. No era aquélla la pauta de ninguna escuela, la imitación de ningún género, la parodia de ningún actor célebre, vicio tan común en la mayor parte de los que comienzan sus estudios en este arte difícil.
Terminada una de las escenas en que la desconocida actriz tomó parte, su nuevo admirador, completamente olvidado de cuanto le rodeaba, manifestó su entusiasmo con un aplauso estrepitoso. El ruido de sus palmadas se apagó temblando en las desiertas galerías sin despertar un eco; algunos espectadores, después de tornar la cabeza, buscando con los ojos al extravagante entusiasta que de aquel modo inesperado interrumpía el glacial silencio de la representación, se miraron entre sí, y una maliciosa sonrisa fue la única acogida que obtuvo el grito de ¡tierra! de aquel Colón de la inteligencia, que acababa de descubrir para el arte un nuevo mundo.
En el primer entreacto, el inteligente crítico penetró en la escena, se hizo presentar a la joven actriz que tan honda impresión le causara, y supo de sus labios la triste historia de sus primeros pasos en la carrera que había emprendido, la lucha que sostenía con la helada indiferencia, las ardientes lágrimas de amargura y decepción que nublaban sus ojos en la soledad y el silencio.
La historia era breve para referida; inmensa y tristísima para meditada.
Nacida en la miseria y sin más recursos para el presente ni más esperanza para el porvenir que los que le suministrase su talento, había emprendido el estudio del arte dramático, tanto por necesidad como por vocación. En balde personas de reconocida inteligencia, después de escucharla, quisieron disuadirla de su propósito, asegurándole con una desgarradora franqueza que se encontraba muy distante de poseer las dotes más indispensables para elevarse al puesto, no de una eminente, sino de una mediana artista. En balde el público había confirmado con su absoluta indiferencia en más de una ocasión el terrible fallo de estas mismas personas Hasta entonces una voz secreta que se levantaba del fondo de su conciencia le había gritado «adelante», y aunque desgarrándose los pies con los agudos zarzales de la senda, había proseguido sin vacilar su marcha; hasta entonces, como en una visión sobrenatural, lejos, muy lejos y a través de las oscuras nieblas que la rodeaban, creía haber distinguido un ardiente foco de luz al que se sentía impulsada como hacia su centro por una misteriosa e incontrastable fuerza de atracción; pero ya comenzaba a desfallecer. Ultimamente había prestado oído al movimiento de su corazón en el silencio de la noche, y la voz se apagaba en él como el aliento de un moribundo; había fijado su dilatada pupila en ese caos del porvenir que flota en la mente, y el brillante meteoro de gloria se oscurecía como una lámpara que expira temblando en el fondo de un sepulcro.
Todos los genios que tienen que abrirse paso a través del vulgo, todas las cabezas privilegiadas a quienes les es necesario conquistar palmo a palmo el terreno que la prevención o la ignorancia defienden contra sus esfuerzos generosos, que en ese combate sordo y horrible de todos los días, de todas las horas, de todos los momentos, compran a precio de una tortura o de una lágrima cada hoja del laurel con que un día han de ceñir su frente, experimentan cuando los fatiga el cansancio de la lucha esas amargas y dolorosas reacciones. Instantes rápidos, pero crueles, en que suceden la postración al ánimo y el desaliento a la esperanza; en que su fe se debilita, en que dudan de sí mismo, y creyéndose el juguete de una alucinación ridícula o de un loco orgullo, vuelven los ojos al cielo y preguntan a Dios: ¿por qué me has engañado?
Existen, es verdad, espíritus superiores que, fuertes con la conciencia de su valía, vuelven una y cien veces al combate hasta que, venciendo cuantos obstáculos se amontonan sobre su camino, se revelan al fin en toda la majestad de su genio. Mártires de la inteligencia, pueden recoger en este mundo la corona que se les debe, porque sobreviven al suplicio; pero, ¿cuántos otros no expiran en él? ¿Cuántos otros, faltos de una diestra salvadora tendida a tiempo entre las sombras que los envuelven, no doblan la frente bajo el peso de la fatalidad, y plegando las alas con que inútilmente quisieron remontarse, caen y se confunden en la corriente de la vida y van a perderse con ella a una tumba sin nombre?
Presa ya del vértigo de la duda, acaso aquella mujer se hubiera despeñado en la profunda sima del olvido; pero un hombre superior, un verdadero intérprete de la crítica analizadora y elevada la acababa de encontrar en su misma senda, y al pasar había descifrado el misterioso jeroglífico que Dios graba sobre la frente de sus predilectos.
La revelación había sido hecha a la mente del escritor; a éste tocaba a su vez completarla a los ojos del mundo.
Así sucedió en efecto: al otro día llamaba la atención en todo París un magnífico artículo de crítica teatral publicado en uno de sus periódicos más populares. Brillante improvisación hecha en un delirio de entusiasmo, la vehemencia de su estilo, el fuego de sus frases, el armonioso desorden de sus ideas, henchidas de inspiración y poesía, pusieron a primera vista en relieve el legítimo origen de sus aseveraciones y el sólido cimiento de verdad y justicia sobre que éstas se apoyaban.
La crítica había cumplido dignamente su misión, revelando al arte el inmenso tesoro de pasión, de energía y sentimiento que abrigaba el corazón de aquella mujer olvidada, cuya existencia de allí en adelante fue una carrera de continuados triunfos y que al morir pudo exclamar con un príncipe célebre: «Mi vida ha sido un sueño, corto, pero dorado».
La última palabra de esta historia hace poco que se ha dicho: Julio Janin la pronunció al colocar en nombre de la Francia y del arte los laureles de Talma sobre la tumba de la Rachel.
Al frente del primero de nuestros artículos, y a manera de prólogo de la sencilla exposición de nuestras ideas particulares acerca de la verdadera misión del crítico, con que pensamos comenzar nuestra difícil tarea literaria, hemos colocado la ligera narración de este suceso, porque semejante a las parábolas de la escritura encierra en su discurso más enseñanza que nosotros pudiéramos resumir en un libro entero.
Su recuerdo es la fuente en que hemos bebido la fe y la re solución para lanzarnos en el espinoso sendero de la crítica. En su meditación hemos comprendido que también hay recompensas para el que cultiva ese ingrato terreno en el que se siembran verdades y se recogen odios, pues el que labró un pedestal digno de tan gran figura, después que la hubo colocado sobre él, por cima de la cabeza de la atónita muchedumbre, pudo con razón llevar la copa de la vanidad a sus labios y por un momento embriagarse de orgullo.
Entusiastas de ese rasgo grandioso, nuestra profesión de fe la hemos sintetizado en una sola frase.
Nosotros no vacilaremos un instante en cambiar la gloria de haber derrocado un coloso de deslumbradora ignorancia por la justa satisfacción de haber hecho brillar al sol de la justicia un átomo de genio oscurecido.
Por desgracia en nuestro país, salvo algunas honrosas excepciones, no se ha comprendido de esta manera la misión de la crítica. En contraposición, acaso en esto sólo, con nuestros vecinos de allende los Pirineos, que corren en masa a prestar sus hombros para levantar sobre ellos a sus celebridades y enseñarles a la Europa entera, que valiéndose ya del cincel, ya de la pluma o la palabra crean una atmósfera de admiración y prestigio en derredor de sus hombres, los cuales, agitándose en ella y aspirando los átomos de entusiasmo que laten en torno suyo, sienten su genio cobrar alientos, desarrollarse y tomar proporciones gigantescas, nuestros críticos, no diremos nosotros que impulsados por un mezquino sentimiento de baja envidia, pero sí arrastrados por un espíritu de irritabilidad y mal entendido orgullo, hacen consistir su gloria en derribar cuanto tiende a elevarse, creyendo poner de manifiesto toda la extensión de sus hercúleas fuerzas al reducir a polvo lo que tocan sus manos.
Y sin embargo, no existe nada más falso en su fondo que esta idea paradójica y vulgar.
¿Quién no concibe a Dios más grande y poderoso sacando mil mundos de la nada, que destruyéndolos después de haberles dado vida?
Pero no es esta severidad rigurosa, no es este catonismo exagerado, llevado al extremo y sólo sustituido a veces por esos elogios de plantilla, fórmulas oficiales de los compromisos y las exigencias de la amistad o el temor, los que anatematiza nuestra conciencia literaria, contra los que se subleva nuestra dignidad de escritores públicos, no. La forma ofensiva con que éstos se revisten, los bufonescos atavíos con que se engalanan, las desleales armas con que se defienden, emponzoñadas con el veneno del ridículo y el sarcasmo: he aquí lo que una y cien veces reprocharemos con la justa indignación de las almas elevadas y dignas; he aquí contra lo que enarbolaremos nuestra bandera, predicando a su sombra una nueva cruzada extirpadora y formidable.
No hace mucho que el esprit francés, ese alegre y travieso hijo del bullicioso champagne, nacido de entre la chispeante e inquieta espuma de las copas del festín, atravesó el Pirineo. La festiva y juguetona musa de Cervantes salió a su camino y le tendió la mano; aunque diferentes en la materialidad de la forma, sus esencias eran una misma, la esencia del talento, el ingenio y el buen humor. Salud, dijo la musa española, salud al esprit francés que viene a añadir una nueva forma a las que ya poseemos para vestir la idea; salud al relámpago del ingenio que salta, deslumbra y chispea en la conversación; que imprime al libro ese carácter ligero, vago y gracioso, ese estilo brillante, cortado y breve, en que el pensamiento del autor se retrata con toda la misteriosa poesía, con toda la fascinadora volubilidad con que las ideas se levantan, cruzan y se reflejan en su mente.
Nosotros, cosmopolitas en literatura, le damos también la bienvenida a par de la musa castellana, y con ella, la carta de naturaleza que nos encontramos dispuestos a extender a favor de todo lo bueno, venga de donde viniere. Sí, nuestra grave y majestuosa locución patria le abandona sin resentimiento todos los terrenos a que ella no puede descender sin desdoro de su grandeza.
Pero así como lo sublime se encuentra a un paso del ridículo, la imitación de la parodia, el chiste de la bufonada, y la sonrisa de la mueca se hallan a una línea. Al querer la multitud apoderarse de esa forma aérea y gentil que algunos de nuestros escritores han empleado con singular acierto, he aquí el por qué no han hecho más que ajar su ligera túnica de gasa, dislocando unos tras otros sus miembros delicados y flexibles.
La mano grosera que intenta detener a una mariposa sólo consigue quedarse con el polvo de oro de sus alas entre los dedos. De este modo, primero en la conversación, luego en cierta clase de publicaciones y más tarde en casi todos los géneros literarios, el chiste y el ingenio se trocaron en calambourgs groseros y en retruécanos vulgares; la brevedad y la ligereza, en períodos de tres palabras, en rengloncitos cortos con un diluvio de apartes y puntos, sin conexión ni enlace en la idea; la brillantez y la poesía, en un castillo de fuegos artificiales que deslumbra la vista, pero del cual sólo queda después del último estampido un endeble esqueleto de cañas ahumadas y negruzcas.
¿Y es éste el lenguaje que cada día se nos ofrece con mayor descaro como el más conforme con el genio y las tendencias de la crítica digna, razonada y filosófica? ¿Es éste el estilo en que ha de emitir sus ideas el escritor que con la balanza de la razón en la mano va a pesar, después de un maduro análisis, el talento de otros escritores? No; los que así la rebajan no conocen ni la importancia de su misión en la sociedad, ni el poderoso influjo de su opinión en la literatura de las naciones.
Paladín del buen gusto, emblema de la verdad y la justicia, símbolo popular de la filosofía, venerable código de axiomas literarios que la observación y la experiencia de los siglos que han dejado de existir nos legaron por herencia al desaparecer, la crítica, una, inmutable, inflexible, como la razón de donde dimana, debe expresarse con un lenguaje severo y digno del sacerdocio que ejerce.
Nosotros así lo hemos comprendido; y al bajar hoy por primera vez al palenque de la prensa para combatir a la sombra de su pendón, sólo con armas de buena ley lo haremos. Acaso nuestra insuficiencia, pues nunca se sabe lo bastante para entrar completamente seguro en un terreno tan resbaladizo, nos hará deslizar sobre algún error; pero abrigamos la firme idea de que nuestras palabras a nadie herirían personalmente. Respetamos mucho el sufrimiento de las santas horas de trabajo y vigilia del escritor, respetamos mucho la ansiedad, la esperanza y la buena fe con que el artista vierte su inspiración ante el severo tribunal del público y aguarda su fallo, el disculpable cariño con que, siquiera éstos sean defectuosos, mira y halaga los hijos de su mente, para arrojarle por toda lección un sarcasmo, por todo consuelo una carcajada.
Estamos en la convicción de que el crítico, al dirigirse a una obra determinada, se dirige por el más público, por el más temible de los medios, por el medio de la prensa, a una personalidad, razón por la cual sus palabras deben ser comedidas y corteses, razón por la que, así como reprobamos en el teatro los silbidos y las demostraciones indecorosas, reprobamos en el folletín la irrisión y la burla.
Un chiste podrá hacer reír, acaso llorar, pero nunca dejarnos convencidos. Sólo una cualidad de la inteligencia goza de ese alto privilegio: la razón.
La Época
23 de agosto, 1859

                                             El Carnaval

EL CARNAVAL
POT-POURRI DE PENSAMIENTOS EXTRAÑOS
Asegúrase que con la cara tapada se descubre más fácilmente el corazón y que a favor de la careta es lícito en estos días decir todo género de claridades.
Si como es verdad lo primero, lo fuera también lo segundo, con qué gusto nos envolveríamos en un portier, nos pondríamos aunque no fuese más que la mano por delante de los ojos, y fingiendo la voz para que el señor Bugallal no nos conociese, le daríamos una broma a alguno de los hombres que ocupan el poder.
Pero la condición de los escritores es peor que la de los esclavos.
A ellos, en la antigua Roma, les era permitido en esta época desquitarse del silencio y las humillaciones de un año en un día de libertad sin límites.
Durante ese día arrojaban impunemente al rostro de sus dueños toda clase de acusaciones; se mofaban de sus ridiculeces y, reprochándoles sus vicios y haciéndoles oír una vez al menos el áspero lenguaje de la verdad, acaso les enseñaban la única senda que debieron seguir y de la que, ciegos con el humo de las lisonjas, se habían extraviado.
A nosotros ni aun este sueño de libertad se nos permite; y es lástima, porque un día, un solo día de máscaras para la prensa, y el gobierno oiría muchas verdades que acaso le fuesen útiles, y el país muchas cosas que sin duda le sirvieran de una gran lección.
Ya que no es así, ya que nosotros no podemos disfrazarnos vamos a abrir los balcones de nuestra redacción para ver a los que se disfrazan; tal vez el espectáculo de tanta alegre locura nos sugiera el pensamiento para un artículo sobre el carnaval, que es lo que por ahora nos hace falta en primer término.
Desde los balcones se ve el Prado, y en verdad que la decoración que se descubre a través de sus cristales es bien poco adecuada al espectáculo que se va a representar a nuestros ojos.
Si como son el acaso, la naturaleza y la estación los maquinistas que disponen la escena, fuese el último tramoyista del teatro más de mala muerte, aún no le perdonaríamos la impropiedad. Un cielo gris, tristísimo y opaco sobre el que flotan algunos sueltos jirones de nubes oscuras. Un tapiz de lodo, interrumpido a cortas distancias por sucios charcales en cuyas cenagosas aguas caen las anchas gotas que preludian un aguacero terrible, produciendo al caer un ruido monótono, igual y extraño, que crispa los nervios; algunos árboles descarnados, cuyas desnudas ramas se agitan al soplo glacial del aire y parece que tiritan de frío, y en el fondo, rodeado de altos cipreses negros y melancólicos, como todo el panorama que descubre la vista, una tumba: el Dos de Mayo.
He aquí el aparato escénico de la gran comedia que va a representarse. ¿Y es posible que en este punto se hayan dado cita la locura y el carnaval para renovar su eterno pacto de alianza?
¿Es posible que en este punto deban aguardarles, ya en carretelas lujosas o en alquilones desvencijados, ya en potros voladores o en rocines moribundos, ya caracoleando jinetes en el palo de un escobón, o a pie y empujándose como las olas del mar, las mil y mil figuras grotescas que le sirven de séquito?
Las descompuestas voces de la embriaguez, las estridentes carcajadas de la locura, los breves monosílabos de las promesas, las cortesanas frases de los galanteos, las rápidas palabras de las citas, los discordantes ecos de las músicas, el incesante son de las chanzonetas, el hervidero confuso de la multitud oscura y apretada, entre la cual surcan, por aquí una figura grotesca, por allá un mamarracho imposible, por acullá una Comparsa que culebreando entre el gentío parece una serpiente monstruosa de abigarrados colores, ¿van a resonar en esta atmósfera nebulosa y fría? ¿Van a confundirse con esos tristes gemidos del viento que azota los cristales de nuestro balcón y parece como que se queja y llora alrededor de aquella tumba, agitando sus oscuros y altos cipreses? No. Hemos debido equivocarnos; nuestros balcones dan al Prado, en efecto, pero ése no es el mismo Prado de siempre.
Aún nos acordamos de otros carnavales, cuando lo cruzábamos sobre una yegua más ligera que el viento. El sol hería la nube de polvo que levantaban las ruedas de los carruajes y el casco de los caballos, fingiendo a nuestros ojos como una gasa de oro, a través de la cual veíamos agitarse, rico de colores y de luz, un océano de cabezas alegres, de trajes brillantes y de máscaras bulliciosas e inquietas. Todo saltaba y reía a nuestro alrededor. Las carretelas, llenas de hermosas y rebosando sedas y encajes, parecían ambulantes bouquets de mujeres que, como las flores llaman a las mariposas, provocándolas a posarse en sus corolas de fuego impregnadas de perfumes, nos llamaban a sí con sus miradas y sus sonrisas. Mil veces cruzamos entonces el anchuroso paseo y nunca reparamos en ese sombrío monumento, o si nuestros extraviados ojos se fijaron un instante en él, nos pareció un jardín, un parterre, cualquier cosa menos un sepulcro. ¿Por qué lo hemos visto hoy...?
El aire sigue silbando entre las desnudas ramas de los árboles; las nubes, oscuras y tempestuosas, se amontonan en el cielo, y la lluvia cae menuda y helada como un rocío de nieve.
Inútilmente buscamos la multitud que a estas horas debía llenar el ámbito del salón. Todo está desierto. ¡Pobre carnaval! Hasta el cielo se conjura contra ti. En vano corres de un punto a otro, agitando tu cetro de cascabeles. Al oír tu voz aguda y chillona, el hombre de negocios levanta la cabeza, te ve pasar y sigue haciendo números en su cartera. La juventud, grave ya y filosófica antes de sazón, se encoge de hombros al verte dar saltos y hacer piruetas inútiles, y se sonríe y te compadece. ¡Pobre carnaval!
En vano has llamado a las puertas de Roma, la ciudad clásica para tus fiestas; el pueblo se ha reunido en el Foro, pero no alegre, bullicioso y llamado por el repiqueteo de tus sonajas, sino grave como sus ruinas, silencioso como sus sepulcros y convocado por incógnitos agitadores de una revolución terrible; y has tenido que huir. ¿A dónde? ¿A Venecia? ¿Al seno de la desolada reina del Adriático, donde antes tenías mil palacios por trono y todo un pueblo, ebrio de placeres y goces, por vasallo? No; no vayas allí. Las góndolas, vacías, se balancean amarradas a los postes de Rialto, con cadenas de hierro que al moverlas el agua parece que gimen. Ni una antorcha refleja en el mar su larga cabellera de chispas; ni se oye una voz, ni el acento lejano de una música. ¡Pobre carnaval! ¡Pobre Venecia...!
Pero la noche se va acercando; la lluvia no azota ya los cristales de nuestros balcones; allá, a lo lejos, se ven moverse entre la azulada niebla algunos bultos negros que van y vienen en direcciones distintas: son carruajes, una larga hilera de carruajes cerrados que semejan el fúnebre acompañamiento de un duelo. Algunos jinetes cruzan y vuelven a cruzar, al parecer envueltos en blancos sudarios que flotan con el viento en su rápida carrera. Unos y otros diríase que buscan algo que no hallan; diríase que parodian el movimiento, la animación y la alegría, queriendo engañarse y hacerse la ilusión de que se divierten, sin conseguirlo. En balde suben y bajan, vienen y van; en balde dan el espectáculo; no hay espectadores. El salón está vacío. El curioso vulgo que asiste a pie y forma una muralla humana alrededor de los actores de la gran farsa, ni aun teniéndolas gratis ha querido ocupar sus localidades.
¿Y es éste el carnaval? No: el carnaval ha muerto. ¿No conocéis la tradición de las wills, esas jóvenes, amantes locas de la danza, que muertas en el día de sus bodas, se levantan aún en el silencio de la noche para seguir bailando alrededor de sus sepulcros a la luz de la luna?
El carnaval ha muerto; pero, como ellas, se levanta aún de su tumba para bailar en un baile mudo, de una mímica grotesca y horrible a un tiempo, en el que sólo se oye el crujido de sus choquezuelas descarnadas... Ya es de noche; todo es sombras, nieblas y silencio profundo; parece que los fantasmas se han vuelto a hundir en la tierra de donde se levantaron por un instante. A lo lejos se ven correr algunas luces rodeadas de un círculo de niebla luminosa; son las de los carruajes que huyen en opuestas direcciones. Parecen fuegos fatuos que vagan sobre un campo de muerte...
Pero, cierra el balcón, echa un par de troncos en la chimenea: esta noche hay bailes, pero nosotros no queremos bailar ni nadie tampoco. ¡Bailar! Bastante hemos bailado ya en este mundo; hora es de dejar a otros el puesto en la cuadrilla.
¡Qué hermosa está la lumbre! No traigas luz: queremos ver bailar nuestra sombra y las sombras de los muebles sobre los muros, donde se proyectan vacilando, a compás que vacila la roja llama de los troncos que saltan y crujen al encenderse.
Esta noche cenamos tempranito y nos metemos en la cama como unos bienaventurados.
El no ser calavera, ¡qué triste, pero qué cómodo es!
POST SCRIPTUM: El cielo está azul, el sol derrama un mar de lumbre sobre la coronada villa, cien murgas rasgan el aire puro y diáfano con sus ruidosos acordes, un zumbido semejante al de un enjambre de abejas llega hasta nosotros, el carnaval pasa por delante de nuestra puerta agitando su cetro de cascabeles y llamándonos con su voz de clarinete destemplado. El carnaval no ha muerto... ¡Viva el carnaval!
Está visto que cuando se oscurece el cielo se oscurece nuestra alma, y cuando se entristece nuestro corazón hasta los que se ríen se nos figuran que se quejan.
Pedro, trae un miriñaque, un miriñaque espantoso, una falda de seda y una capota. Vamos a vestirnos de mujer, y al diablo las filosofías. «Máscara, ¿me conoces?»
El Contemporáneo
5 de marzo, 1862 [A]
Fuente: http://www.xtec.es/~jcosta/articul.htm#carnaval